Se vende vestido de novia
(A.G. Villicaña)
1er. Lugar cuento corto del XXII
Concurso de Literatura Universidad Panamericana,
Sede Guadalajara 1998
No sé por qué siempre que me
encuentro en el periódico un anuncio en el cual alguien ofrece a la venta un
vestido de novia, no puedo evitar preguntarme qué hay detrás de ese simple
aviso. Me intriga saber por qué desearía alguien deshacerse de su vestido de
novia. Podría imaginar cualquier cosa, pero jamás lo que llevó a Rigoberta a
tomar tal decisión.
Rigoberta, como la mayoría de las
mujeres, tenía el sueño de casarse y formar una hermosa familia al lado de un
buen hombre, diez o doce chiquillos, y ser feliz por siempre. Así que cuando
conoció a Olegario, y después de unos meses de andar noviando, estaba segura de
que él sería el hombre de su vida, y no pasaba un día sin que soñara en cómo
sería su boda, su luna de miel y, por supuesto, su majestuoso vestido de novia.
Se pudiera decir que a sus
treinta y nueve años, Rigoberta estaba a punto de perder el último camión, y es
que como la muchachita no era del todo agraciada y tenía fama de ser la única
señorita decente que quedaba en el pueblo, no había muchos pretendientes
interesados, lo que la convirtió en un buen motivo para desafiar la hombría de
unos cuantos y descubrir cuál se atrevería a desposarla, a pesar de sus
singulares atributos.
Siendo Olegario un fanfarrón de
primera y que, debido a su holgazanería, siempre estaba necesitado de unos
centavitos, estuvo presto a ofrecerse a realizar tan peculiar desafío, y,
después de varios meses, le pidió a Rigoberta que fuera su esposa, pensando
éste en que quizá obtendría doble ganancia de esta situación, ya que la
inocente mujer tenía una buena parcela, cuatro cerdos rechonchos, un loro y una
casita.
Rigoberta no podía expresar la felicidad
que sintió cuando al fin Olegario le pidió matrimonio. Pasó varios días sin
dormir y casi sin comer, bordando el que sería su ajuar nupcial, mientras que
Olegario acordaba con sus amigos la suma que deseaba como pago de su apuesta:
cuatro botellas de tequila y quinientos pesos; pues seguro estaba ya de
encontrarse del otro lado, y con la doble victoria en sus manos.
Estando en pleno festejo, y ya
con unas copas encima, decidió Olegario hacerle una visita a su prometida y ver
si podría darle una prueba anticipada de su amor. Eran las cuatro de la mañana
cuando llegó a casa de Rigoberta y con gran escándalo pidió a ésta que le
abriera la puerta. Ella se negó, y el hombre hirvió en cólera. Olegario rompió
el corral con fuetes patadas y los cerdos huyeron al verse libres, lejos de él.
Maldijo entonces a Rigoberta,
pero dentro de sí pensó que aún quedaba la parcela y la casa y decidió hacer
algo al respecto. Cuando Rigoberta se enteró de que sus cerdos habían huido,
pensó que había sido culpa suya por no haber aceptado la visita de Olegario,
después de todo él era su prometido y futuro esposo y le debía toda su
obediencia. Se prometió no volver a desobedecerlo de ahí en adelante.
Pasaron los días y al fin
Olegario se presentó de nuevo, ahora venía en sus cinco sentidos, y trató a
Rigoberta con la mayor amabilidad y cortesía posibles en él. Le hizo saber que
había estado pensando en su futuro y que le parecía que tendrían una vida mejor
si se fueran a vivir a la capital. Acordaron, pues, que ella partiría primero a
la capital y él se iría después de vender la casa y la parcela para casarse un
mes más tarde.
Con esta idea partió Rigoberta,
acompañada de su loro y de una maleta, la cual contenía un par de mudas de ropa
y su bello vestido de novia. Llegó a la capital y se hospedó con su tía-abuela
Macaria. La pobre anciana, que sufría de tuberculosis, tuvo la ocurrencia de
morirse el mismo día que Rigoberta y Olegario se casaría. Envió Rigoberta
entonces un telegrama a su amado para darle la triste noticia.
Pasaron los días y las semanas;
Rigoberta, con la única compañía de su loro, esperó el momento de reunirse con
su amado. Cuando sintió que era demasiado tiempo, vendió su preciado vestido y
regresó al pueblo, donde encontró sus propiedades vendidas y un pretendiente
que huyó al otro lado y perdió el dinero en la frontera. Quedó la infeliz, sin
vestido ni marido, con un loro y treinta y nueve años cumplidos.
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