Nueva Vida
..para todas aquellas que una vez dijimos "si" y para las que están por hacerlo.
El seguro se
deslizó por la cerradura sellando la portezuela del auto. Dentro, se hizo el
silencio. Dentro, era ella contra la larva de la excitación que le carcomía las
entrañas y el velo de nostalgia que le ceñía la garganta; contra el nerviosismo
acumulado en las bolsas debajo de sus ojos perfectamente maquillados; contra la
certeza de encontrarse en el punto del camino donde no se admite regreso.
Del otro
lado del cristal, los reflejos distorsionados de cientos de caras alegres
esparcían buenos deseos. Manos ansiosas iban y venían en un adiós infinito.
Ella los miraba sin mirarlos. Se acomodó los guantes de encaje mientras sus
pupilas en café castaño recorrían el panorama, yendo de las arrugas del abuelo,
al sombrero extravagante de la tía Clementina, pasando por tantos amigos, por
tantos extraños, hasta detenerse de súbito, en el único rostro enmarcado por
las lágrimas: su madre.
Sus miradas
entraron en sintonía. Madre e hija se sumieron en un abrazo tan puro y tan
fuerte, que no existió nada más. Solo eran la una en la otra. Como antes cuando
la llevaba en su vientre. “Mi niña, mi niña” tenía escrito en los ojos. Sus lágrimas
no eran de hiel salada sino gotas de la más exquisita miel. De la miel
fabricada por las madres con el transcurrir de los años, con cada travesura,
con cada rodilla raspada, con cada contradicción, con cada arranque de
independencia. Ella hubiera deseado extenderle los brazos, rodearle el cuello y
acurrucando su cabeza sobre su pecho preguntarle: “¿Será que a cualquiera le
pasa igual? ¿Será que tú también te sentiste así? Ya el auto se ponía en marcha
negándole ese momento. El tiempo apremiaba.
Ella se
resignó. Se sentó con la vista al frente; inmóvil, como una delicada muñeca de
porcelana. Caireles de cabello rojizo le caían en los hombros, sus mejillas
estaban ligeramente sonrosadas y sus manos descansaban en el perla de su
vestido. Árboles y edificios desfilaban a izquierda y derecha. Respiró hondo.
Proveniente de algún sitio a sus espaldas, el aroma suave de las gardenias se le
escurrió por la nariz hasta el pensamiento. El perfume se la llevó de la mano y
se vio de pronto en el patio trasero de su casa. En sus dedos, la tierra húmeda
formaba una película delgada y pegajosa. Se descubrió en el cuerpo de una
pequeña y a su lado, la inconfundible figura de su abuela podando una frágil
flor de gardenia. Le pareció revivir aquel instante, experimentar en su corazón
la inmensa dicha de sentirla cerca, de casi poder tocarla. Y pensó: “¿Estaré yo
ahí para ver crecer a mis nietos? La abuela me enseñó tanto, ¿Quién me enseñará
a querer como ella?
Una luz roja
detuvo el auto bruscamente obligándola a fijar su vista en el chofer. El
hombre, en el asiento delantero, permaneció inconmovible. Con la vista sobre la
calle y las manos en el volante. Tenía el cabello teñido por las canas, sus
manos era recias, marcadas por el trabajo duro. Ella se perdió observando el
brillo de las canas, las canas de sabiduría como las de su padre. Aquel joven
inquieto que una vez atara sus sueños a los de una mujer. Aquel que mataba los
días en la oficina y llegaba cansado al caer la noche a jugar con su
“princesa”. El mismo que fuera para ella su báculo, su protección. Se percató
con cierto dolor, la última noche bajo su cuidado había pasado. Dentro de unas
horas su “princesa” se iría de casa para siempre. El viejo en el sofá ya no la
esperará despierto hasta tarde con el “te quiero” disfrazado de regaño. Las
gastadas escaleras, la puerta de su habitación, los muñecos sobre la cama
esperarán en vano su regreso. Deseó detener la marca del auto. Parar el curso
de la vida. Todo era perfecto tal y como estaba. Una lágrima rodó por su
mejilla. ¿Porque sentía tanto miedo de seguir? ¿No le amaba lo suficiente? Y ¿Es acaso que al
futuro, le basta sólo con el amor?
El auto viró
al a izquierda en una empinada avenida al poniente de la ciudad. A lo lejos,
podía escucharse el tañer de las campanas. Se enjugó las lágrimas con uno de
los guantes y el contacto de la tela con su rostro la trasportó en un segundo a
la sala de espera del aeropuerto internacional. Eran pasadas las ocho de la
mañana. La agitación propia del lugar los rodeaba. Los minutos corrían. Parado
junto a ella, Joaquín le sostenía las manos mientras hablaba sin parar acerca
de su maravillosa oportunidad de estudiar en el extranjero, de lo rápido que
pasarían los meses y de lo mucho que la
echaría de menos. Ella, como ahora, era un mar de llanto y él le limpiaba la
cara con la manga de su camisa. Se sentía dichosa por él, pero la sensación de
soledad más honda le atormentaba el alma. Recordó con cuántas ganas quiso tomar
ese avión y partir los dos juntos, el lugar no importaba.
El auto
frenó a las puertas de la iglesia, un joven elegantemente vestido, giró la
manija de la portezuela. Extendiendo el brazo hacia ella, le ofreció su mano.
Ella lo miró a través de la cascada de tul que le cubría la frente. Joaquín
sonrió y ella se reconoció al instante en sus ojos. Una oleada de paz le inundo
el cuerpo. Las dudas se habían esfumado.