miércoles, 29 de octubre de 2014

Nueva vida (cuento corto)


Nueva Vida

A.G. Villicaña

..para todas aquellas que una vez dijimos "si" y para las que están por hacerlo.




El seguro se deslizó por la cerradura sellando la portezuela del auto. Dentro, se hizo el silencio. Dentro, era ella contra la larva de la excitación que le carcomía las entrañas y el velo de nostalgia que le ceñía la garganta; contra el nerviosismo acumulado en las bolsas debajo de sus ojos perfectamente maquillados; contra la certeza de encontrarse en el punto del camino donde no se admite regreso.

Del otro lado del cristal, los reflejos distorsionados de cientos de caras alegres esparcían buenos deseos. Manos ansiosas iban y venían en un adiós infinito. Ella los miraba sin mirarlos. Se acomodó los guantes de encaje mientras sus pupilas en café castaño recorrían el panorama, yendo de las arrugas del abuelo, al sombrero extravagante de la tía Clementina, pasando por tantos amigos, por tantos extraños, hasta detenerse de súbito, en el único rostro enmarcado por las lágrimas: su madre.

Sus miradas entraron en sintonía. Madre e hija se sumieron en un abrazo tan puro y tan fuerte, que no existió nada más. Solo eran la una en la otra. Como antes cuando la llevaba en su vientre. “Mi niña, mi niña” tenía escrito en los ojos. Sus lágrimas no eran de hiel salada sino gotas de la más exquisita miel. De la miel fabricada por las madres con el transcurrir de los años, con cada travesura, con cada rodilla raspada, con cada contradicción, con cada arranque de independencia. Ella hubiera deseado extenderle los brazos, rodearle el cuello y acurrucando su cabeza sobre su pecho preguntarle: “¿Será que a cualquiera le pasa igual? ¿Será que tú también te sentiste así? Ya el auto se ponía en marcha negándole ese momento. El tiempo apremiaba.

Ella se resignó. Se sentó con la vista al frente; inmóvil, como una delicada muñeca de porcelana. Caireles de cabello rojizo le caían en los hombros, sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas y sus manos descansaban en el perla de su vestido. Árboles y edificios desfilaban a izquierda y derecha. Respiró hondo. Proveniente de algún sitio a sus espaldas, el aroma suave de las gardenias se le escurrió por la nariz hasta el pensamiento. El perfume se la llevó de la mano y se vio de pronto en el patio trasero de su casa. En sus dedos, la tierra húmeda formaba una película delgada y pegajosa. Se descubrió en el cuerpo de una pequeña y a su lado, la inconfundible figura de su abuela podando una frágil flor de gardenia. Le pareció revivir aquel instante, experimentar en su corazón la inmensa dicha de sentirla cerca, de casi poder tocarla. Y pensó: “¿Estaré yo ahí para ver crecer a mis nietos? La abuela me enseñó tanto, ¿Quién me enseñará a querer como ella?

Una luz roja detuvo el auto bruscamente obligándola a fijar su vista en el chofer. El hombre, en el asiento delantero, permaneció inconmovible. Con la vista sobre la calle y las manos en el volante. Tenía el cabello teñido por las canas, sus manos era recias, marcadas por el trabajo duro. Ella se perdió observando el brillo de las canas, las canas de sabiduría como las de su padre. Aquel joven inquieto que una vez atara sus sueños a los de una mujer. Aquel que mataba los días en la oficina y llegaba cansado al caer la noche a jugar con su “princesa”. El mismo que fuera para ella su báculo, su protección. Se percató con cierto dolor, la última noche bajo su cuidado había pasado. Dentro de unas horas su “princesa” se iría de casa para siempre. El viejo en el sofá ya no la esperará despierto hasta tarde con el “te quiero” disfrazado de regaño. Las gastadas escaleras, la puerta de su habitación, los muñecos sobre la cama esperarán en vano su regreso. Deseó detener la marca del auto. Parar el curso de la vida. Todo era perfecto tal y como estaba. Una lágrima rodó por su mejilla. ¿Porque sentía tanto miedo de seguir? ¿No  le amaba lo suficiente? Y ¿Es acaso que al futuro, le basta sólo con el amor?

El auto viró al a izquierda en una empinada avenida al poniente de la ciudad. A lo lejos, podía escucharse el tañer de las campanas. Se enjugó las lágrimas con uno de los guantes y el contacto de la tela con su rostro la trasportó en un segundo a la sala de espera del aeropuerto internacional. Eran pasadas las ocho de la mañana. La agitación propia del lugar los rodeaba. Los minutos corrían. Parado junto a ella, Joaquín le sostenía las manos mientras hablaba sin parar acerca de su maravillosa oportunidad de estudiar en el extranjero, de lo rápido que pasarían  los meses y de lo mucho que la echaría de menos. Ella, como ahora, era un mar de llanto y él le limpiaba la cara con la manga de su camisa. Se sentía dichosa por él, pero la sensación de soledad más honda le atormentaba el alma. Recordó con cuántas ganas quiso tomar ese avión y partir los dos juntos, el lugar no importaba.

El auto frenó a las puertas de la iglesia, un joven elegantemente vestido, giró la manija de la portezuela. Extendiendo el brazo hacia ella, le ofreció su mano. Ella lo miró a través de la cascada de tul que le cubría la frente. Joaquín sonrió y ella se reconoció al instante en sus ojos. Una oleada de paz le inundo el cuerpo.  Las dudas se habían esfumado.






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